Así como una marioneta se mueve con hilos y un megáfono repite frases que le son ajenas, el ser humano es manipulado por los hilos del lenguaje. Numerosos son los pensadores que han señalado la manera en que el hombre se convierte en prisionero de formas de pensamiento prefijadas y de rejas lingüísticas.
William Burroughs asimilaba el lenguaje a un virus. En “A surreal space odyssey through the wounded galaxies”, la última narración de The Soft Machine, Burroughs establece su propio mito de la creación: imagina el comienzo de la raza humana como un desastre biológico. Los monos se convierten en hombres debido a que se infectan con un virus que mata a la mayor parte de la especie y hace mutar al resto. Los sobrevivientes sienten la dolorosa invasión en sus cuerpos de una fuerza exterior que gradualmente produce el comportamiento humano. La humanidad se desarrolla a partir de esta enfermedad que es la enfermedad del lenguaje. La “máquina blanda” es el ser humano controlado y manipulado a partir del lenguaje.
Pensadores como Michel Foucault destacaba las estructuras de control encodificadas en todo lenguaje. Otros, como Gilles Deleuze, por su parte, hablaban del lenguaje en tanto “máquina de producir sentido”, de los modelos lingüísticos prefijados los que hablan por nosotros y nos constituyen en tanto sujetos sociales. Por su parte, desde la noción de ventrilocuismo bakhjtiniana hasta el “Ça parle” de Lacan, desde Althusser hasta Derrida, desde nociones como la de alienación lingüística, ventrilocuismo o tiranía de las palabras, diferentes acercamientos a lo largo del siglo XX han llegado a la idea de que lo que habla no es el sujeto sino el propio lenguaje. El sujeto está, al igual que un megáfono, sujeto a las leyes de un lenguaje que siempre le es externo y que siempre lo trasciende.
ALGUNAS CABEZAS PARLANTES EN EL ARTE Y LA LITERATURA
Las cabezas de madera se convirtieron en un ícono del dadaísmo. La escritora y performista Emmi Hennings, por ejemplo, realizaba en el Cabaret Voltaire piezas teatrales en las que interactuaba con muñecos que hacían las veces de personajes. Sophie Taueber-Arp, por su parte, diseñaba tanto marionetas como cabezas semejantes a cabezas de dummies. Raoul Hausmann realizaba por esa misma época, en Berlín, su famosa Cabeza mecánica: el espíritu de nuestros tiempos, hecha con madera, resortes, engranajes de un reloj de bolsillo, una regla, una cinta métrica y piezas de una máquina fotográfica.
Por un lado, estos dispositivos representaban al hombre sin cerebro, símbolo paradójico de la cosmovisión moderna y racionalista que había llevado a la civilización occidental a la miseria y al caos de la Guerra. Por otro, simbolizaba al hombre masificado y sin rostro, convertido en un verdadero autómata. Estas cabezas sin cerebro tendrán como contrapartida otro motivo muy popular a lo largo del siglo XX, el del hombre sin cabeza. El mismo puede rastrearse desde la revista Acéphale, creada por Georges Bataille, hasta Acephalus, un sitio en Internet que, en la actualidad, experimenta con Spam Poetry.
Quisiera nombrar aquí también dos particulares cabezas parlantes que figuran en páginas literarias y que se presentan como particularmente decadentes y extrañas: una, de René Daumal; la otra, de William Gibson.
En el texto La Grande Beuverie, el escritor surrealista René Daumal, habla de un personaje que ha fabricado una “máquina poética” que funciona bajo la tapa de su cráneo, al ser atornillada entre su glándula pineal y su cerebelo. Al momento de producir un poema, este personaje tiene en cuenta tanto una serie de datos corporales como su propio pulso, ritmo respiratorio y cardíaco como un registro de factores ambientales. Todos ellos son medidos con una serie de instrumentos tales como estetoscopios, barómetros, termómetros, heliómetros y sismógrafos que lleva igualmente incrustados en su cabeza.
En la novela Neuromancer, ejemplo pionero de literatura cyberpunk, William Gibson describe por su parte una cabeza parlante cuya voz inexpresiva surge de un elaborado dispositivo mecánico. Está trabajada en platino y es, en realidad, la terminal de un ordenador. La misma puede hablar no con voz sintética sino a partir de un bello arreglo de engranajes y tubos de órgano. “Era una cosa barroca, perversa por el hecho de que si se hubieran utilizado en cambio chips para sintetizar la voz hubiera costado prácticamente nada”, comenta uno de los personajes, quien conecta la cabeza a su propio ordenador y escucha la voz monocorde e inhumana recitar los números del resumen de sus impuestos del año anterior. Poco después intentaría venderle la cabeza a un coleccionista japonés cuya pasión por los autómatas rayaba el fetichismo.
Extraído de artículo "HOMBRES Y MÁQUINAS"
de Belén Gache (Escritora argentina)